Hola, soy Clemen y hoy me gustaría compartir mi historia con todos vosotros. Me diagnosticaron artritis reumatoide desde que tenía siete años. Algo más típico de los señores mayores que de una criatura tan joven.
 

Mi primer brote de esta enfermedad lo sufrí a los doce años, el cual me dejó postrada en la cama, sin poder moverme y teniendo que lavarme con una esponja, ya que no podía articular un músculo. Poco tiempo después, a mis catorce años, estuve a punto de morir por complicaciones derivadas de otro brote. El médico me recetó una dosis de tratamiento mucho más alta de la recomendada para mi edad, por lo que ciertos órganos me comenzaron a fallar. 

Por suerte, me recuperé de esa mala experiencia y, desde los diecisiete años, no he vuelto a padecer ningún dolor crónico de extrema gravedad.
 

No me malinterpretéis, es raro el día en el que no me duele nada, pero los enfermos crónicos asumimos el dolor como un compañero de camino, lo asimilamos y casi se podría decir que nos acostumbramos a él. Yo sigo en una continua lucha por evitar la rigidez de mis articulaciones, y si físicamente no tengo ninguna secuela es por el tremendo esfuerzo que hago por no perder la movilidad. 
 

Sin embargo, lo que me gustaría subrayar es lo difícil que es llevar una enfermedad así a cuestas, en tu día a día, sin gente que haya pasado por lo mismo y que te pueda comprender completamente. El vivir este tipo de situaciones te lleva al aislamiento social, a la depresión y a encerrarte en ti mismo, ya que muchas veces tu dolencia te ciega.
 

Recuerdo como pasé una infancia solitaria, como una niña tímida y retraída, que sentía sola y, sobre todo, incomprendida. Estamos acostumbrados a fijarnos solo en el impacto físico de las enfermedades y no el en psicológico, cuando padecerlas conlleva efectos colaterales graves.
 

Por favor, bajo ningún concepto subestimemos el daño psicológico que causan las enfermedades crónicas.